Había una vez una niña hermosa, de ojos grandes y pelo corto. Juguetona y divertida. Con muchos sueños por realizar. Era muy inteligente y siempre ponía en apuros a sus papás con sus ocurrencias y travesuras. Sensible pero muy fuerte a la vez. Una damita extraordinaria y especial.

Tenía nueve años cuando un día despertó en otro mundo. Simplemente abrió sus ojos color café y vio a su alrededor puro gras. A dondequiera que miraba había pasto, sin árboles. Todo era llano y había grupos de preciosas flores por todos lados. Trató de moverse y pellizcarse por si se trataba de un sueño, pero era real. El pasto era verdadero, las flores olían como ella antes las había olido en el antiguo mundo.

Jugó un tiempo considerable –la hora no existía en ese mundo-, brincó, rió, recolectó flores. Pero luego se preguntó si habría algo más si caminaba hacia el norte, cosas nuevas, quizás más hermosas. Quería explorar todo el mundo, conocer. Dejó todas las flores que tenía en la mano y se echó a correr, inalcanzablemente, hacia el norte.

Mientras corría divisó otro tipo de flores, muy hermosas, que nunca antes había visto, pero ya no se quedó a observarlas. Solo quería avanzar y encontrar algo diferente, más raro, algo que la impacte. La intrépida muchachita siguió corriendo, pero no encontró novedad.

Se hacía de noche y la pequeña estaba cansada de correr, ahora caminaba despacio, desilusionada por no ver más que puras flores en su camino. Se acordó que en el bolsillo de su falda tenía un espejito. Lo sacó y se miró. Desde chiquita ya era coqueta, le gustaba verse bien. Sacó también su lápiz labial y empezó a echárselo en los labios. Pero mientras veía su rostro observó una luz tras el espejo, una luz rápida que la sobrepasó. De inmediato soltó el espejo, levantó la miraba y vio caer delante de ella una estrella a lo lejos. La niña sonrió y nuevamente se echó a correr para alcanzarla, pensó que más adelante la encontraría.

Corrió por unos minutos, cuando de pronto se detuvo. Vio un bulto en frente, no era una estrella, tampoco flores, más bien parecía un niño sentado en el pasto, mirando hacia el norte, dándole la espalda a la niña. Ella se asustó primero, pero luego caminó hacia él sigilosamente.

Mientras se acercaba lo pudo comprobar, era un niño efectivamente. Un poco regordete, usaba lentes - era corto de vista-, y también estaba sólo. La niña tomó valor y decidió terminar por acercarse y hablarle. Le tocó el hombro y le dijo:

- Hola, ¿qué haces aquí? –El niño volteó, miró a la niña y sonrió, se notó un brillo en sus ojos.

- Hola, no sé, hoy desperté aquí. Pensé que estaba sólo.

- Yo también pensé lo mismo, ¿y qué haces?

- Estaba descansando, corrí mucho hoy día –Dijo el niño mientras miraba el brillo en los labios de la niña-.

- ¿Qué miras? –Dijo ella- El niño no atinó a decirle nada y le dio un súbito beso a la pequeña. Ella se sorprendió y al instante se echó a correr. Antes de que hubiese avanzado mucho, el niño la detuvo con su voz:

- ¡No te vayas!, antes dime, ¿por qué corrías?

- Buscaba las estrellas, ya me voy, chau.

- ¡No! – Gritó el niño mientras metía su mano al bolsillo- La niña vio que algo brillaba ahí dentro.

- Mira, yo encontré una –le dijo el niño mientras le enseñaba una estrella hermosa.

- ¿Qué?, ¿dónde la conseguiste?

El niño la tomó de la mano y le dijo:

- ¿Vamos a buscar más estrellas?

La niña sonrió, miró hacia el norte, miró al niño, seguían tomados de la mano… Corrieron, juntos.

En aquel tiempo la niña tenía nueve años, el niño ocho. Han pasado catorce años desde que se conocieron y aún siguen corriendo, juntos, en busca de las estrellas que caían hacia el norte. Viven en el paraíso y nunca se sueltan. Menos ahora, que esperan la llegada de su bebé.

La estrella que el niño le dio era la luz de un nuevo camino, de una nueva vida juntos. Una vida que poco a poco madura. Una luz que no se apagará.